Mi profesora de matemáticas

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Mi profesora de matemáticas.

Relato extraído de la serie del mismo nombre, original de © A. Bial le Métayer. Reproducimos aquí uno de sus capítulos con la autorización del autor.





"La bruja"


"Tú nunca llegarás a nada", "tú nunca serás nada en la vida". Siempre había crecido con esa cantinela. Y fue así cómo llegué al instituto porque, tras haber salido del colegio y haber descubierto que, en efecto, sin estudios no era nada (y poca alternativa me quedaba si quería salir adelante), decidí volver a clases.

El mayor problema es que nunca había sido buena en matemáticas. No hablo de que fuese "medianamente buena", de que medio arrastrando sacase la asignatura adelante, sino de que realmente odiaba los números. Tampoco es que no supiera sumar dos mas dos, no es eso, pero sí es cierto que no sabía ni dividir.

Durante mi etapa escolar más o menos lo pude "ocultar", o mejor dicho, "esquivar". Suspendía matemáticas, pero con una asignatura pendiente me pasaban de curso igual. En otras ocasiones hacía recuperación, y en los exámenes tras el verano generalmente los profes eran más "laxos". Pero pocas veces los hice. Mis padres me preguntaban si quería hacer recuperación, y por supuesto yo les decía que no. ¿Qué niña, si se le pregunta si quiere estudiar y pasar un examen a finales de verano, o irse a jugar al parque, responde "estudiar"? Pues eso.

En otros casos trataba de disimular, copiar de compañeras, e incluso llegué al extremo de que algún compañero me sacara adelante mis deberes a cambio de ciertos "tocamientos", en mis años de adolescente obviamente.

Pero ya no era una niña, y tenía que sacar los estudios adelante sí o sí. Sin embargo allí seguían ellas para echármelo todo por tierra, mis terribles y temibles "compañeras": las matemáticas.

El primer año en el instituto fue un desastre. No recordaba nada de mis años de colegio, y los profesores pasaban de todo. La mayoría estaban allí por hacer algo, supongo que preferían dar clases a jóvenes o a niños con potencial, que a unos perdedores como nosotros. Por supuesto no aprobé, y repetí, y de entre todas las materias en las que peor nota saqué fue en matemáticas. Un uno y medio, ¡qué verguenza! Pero eran un asco. Odiaba las matemáticas, y cuando me ponían un problema o un ejercicio, se me liaba todo en la cabeza... Fórmulas, estadística, trigonometría... ¡Qué carajo me importaba a mí todo aquello!

Y el segundo año no pintaba mucho mejor. Porque en el segundo año llegó "ella". Ella, "la bruja", la llamaban. Era la profesora de matemáticas más dura y severa que os podáis imaginar, llegaba desde la universidad, donde los estudiantes temblaban solo con verla. A nosotros nos decían algunos de los que habían pasado por sus manos que ya nos podíamos preparar. Todos estábamos temblando, parecía un velatorio la primera vez que nos dio clase. Esperábamos aguantándonos la respiración para verla aparecer por la puerta, algunos jugueteaban nerviosamente con sus lápices entre sus dedos, otros daban una y mil vueltas a las hojas de sus libros de texto, tratando de calmar sus nervios.

"La bruja" era imponente, en todos los sentidos. Aunque mejor no le llamases "la bruja", claro. Su nombre era Alicia. Tenía el pelo negro, que solía llevar recogido en un moño, y siempre vestía de la misma manera: jersey de pico, color borgoña, corto. Camisa blanca con el cuello y los bajos por fuera, falda negra de tubo por la rodilla, con la camisa saliéndole por la cintura, y medias negras con zapatos de grueso tacón. Nunca llevaba ropa distinta, como si aquel fuese su uniforme. Lo único que cambiaba era que en primavera a veces iba sin jersey, y en invierno se ponía encima un grueso y largo abrigo negro. A veces, en determinadas ocasiones, cambiaba los zapatos por botas de cuello alto y casi de tipo plataforma. Solo aquellas botas debían costar un dineral. Tenía una voz serena, pero te pegaba un grito y te dejaba K.O. Y lo peor era su manía de hacer tamborilear sus largas uñas sobre la mesa de su escritorio, o de mirarte encorvando una ceja. Nos ponía un ejercicio y nos decía: "tenéis cinco minutos para acabarlo", o: "quiero verlo en quince minutos", y venga a tamborilear, mirándonos fijamente. Ni siquiera levantábamos la vista de los apuntes. A mí me sacaba de quicio.

A la semana siguiente unos cuantos ya habían abandonado las clases, otros daban matemáticas por perdidas. Te empezaba a explicar cogiendo una tiza, y pasando su uña por el encerado: "si este dividendo lo podemos aquí, nos da ésto". "La parte entre corchetes debería realizarse primero, luego ponéis el resultado aquí". A mí todo se me liaba en la cabeza. Nunca había sido una superdotada en matemáticas, y ya me volvía a la memoria la voz de mi padre erre que erre: "tú no vales para nada". "Nunca serás nada". Qué bien. Pues a seguir de esclava toda la vida en un trabajo insano y mal pagado, que me fueran tocando el culo los clientes como camarera, o arrastrándome entre la grasa pegada fregando las cocinas de los restaurantes, mejor eso que partirme la cabeza intentando juntar números que no pegaban ni con cola...

- ¿Qué? ¿Te ayudo, Flor?

Flor es mi nombre. No me preguntéis a quién se le ocurrió semejante alarde de ingenio. Como si no existieran Yasmine, Tanya o Tizziana, nombres chulos, exóticos y "guays". Pero no, ale, Flor y vas que te cagas. Mi padre me dijo un día, en un momento de lucidez y de sinceridad de esos que él tenía, que me lo había puesto porque, cuando fue al registro civil, vio a un basurero tirando al carrito un ramo de flores mustias. Ale, qué bien. Peor fue lo de mi madre, la pobre, que no se enteró de que su hija se llamaba Flor hasta dos días después que decidió contarle "el secreto" mi padre, porque bueno... Al fin y al cabo tendría que saber el nombre de su hija, ¿no? Vamos, qué menos. Cuánto tuvo que aguandar mi desgraciada madre.

Pues sí, allí estaba yo, una birria de tía, una "carne de cañón" sin oficio ni beneficio. Y allí estaba ella. La bruja... Jolines con la bruja, no se le escapaba nada. Ojo avizor sobre mis apuntes, y ella sabía muy bien, la tipa, que lo único que yo hacía era fingir que escribía algo en el cuaderno. ¡Qué coño sabía yo de mínimo común múltiplo o máximo común no se qué! ¡Un rábano me importaba! Quería el título y largarme, quería un diploma, quería una profesión. Pero no quería, para nada, las aburridas matemáticas aquellas.

Me caló enseguida.

- Ponte a hacer garabatos, ya total, qué mas te da. - Me dijo. Y lo peor no es que te lo dijera, lo peor es "cómo" te lo decía. Parecía que te iba a mandar a prisión. Que hubieras cometido un delito. Que te hubiera pillado haciéndoselo a su marido. ¡Coño, que solo era una puñetera clase de matemáticas! ¡Quiero largarme ya! ¡Qué birria de mundo! ¡Qué asco de estudios! ¡Ah! ¡Literatura, idiomas, lo que sea...! ¡Pero por favor, que quiten esas puñeteras matemáticas!

Y el puñetero tiempo no pasaba. Los segundos eran siglos en la clase de Alicia, tenía ese don especial: entrabas en su clase, y era como meterte en una burbuja en la cual el tiempo se detenía. Y cuando iba a dar la hora de salir, "la propina":

- Haced los ejercicios de las páginas diez y doce. El próximo día los miramos. - Y una dedicatoria especial para mí, de extra -. Y tú, Flor, si quieres trae carboncillo y plastidecor.

Ale. Risitas graciosas, y mi compañera diciéndome con una mueca, en voz baja: "Tranquila". Sí, tranquila. Estaba a "esto" de dejar aquella clase, pero necesitaba pasar matemáticas como sea para seguir adelante. Lo malo es que con Alicia no parecía funcionar ninguna estrategia, ni siquiera disimular y tratar de ser una mojigata que nunca ha roto un plato, que tanto me había servido en mis años de colegiala. Nada de nada. Iba a tener que trajinarme a algún tío para que me sacara las castañas del fuego, a ver cual estaba más bueno... Buf... No había mucho dónde elegir. Yo quiero salir, tirar los libros por la ventana, romper el cuaderno de mates con mis propias manos y echarlo al fuego como aquellos libros paganos en tiempos inquisitoriales.

Y allí estaba Paula, la pija de siempre. En todos los cursos tiene que haber una. Sus padres sí que habían tenido una mínima de inteligencia para escogerle un nombre chulo. Aquella pelotera rubia, una trepa de lo más ruin... Con su sonrisita blanca de pasarela, dándole coba a la señorita Alicia. Para que la apruebe seguramente, a cambio de alguna propina, a saber. Y ella era una fracasada como el resto, la única diferencia era que su padre la había malcriado y que tenía unas buenas tetas y un buen culo. Y llevaba unos zapatos tan altos que como se cayera de sus tacones, se mataba o se rompía una pierna. Inútilmente trataba de ser simpática con Alicia. Iba arreglada. A aquella profesora era más difícil sacarle una sonrisa que escalar el Everest. Me largué. Entraba a las ocho a la pocilga que llamaban cafetería, y ellas no me iban a pagar el alquiler. Andando. Hasta otro día, mates.



****




No aguanté mucho más allí, lo confieso. Un par de meses tan siquiera, y mandé a freír espárragos a la bruja y a sus mates. Quizá, pensé, el próximo año cambiasen de profesora, o me tocase otra clase donde no estuviera ella. Donde hubiese uno de aquellos profesores que te daban la lección, te mandaban los ejercicios, y se sentaban a mirar su móvil. Y luego a tu casa y listo. Si entendías algo bien, y si no a seguir siendo una fracasada. Ale, sin problemas.

Además, aquella semana me tocaba doble turno en "la pocilga": servir las mesas, y luego fregar la cocina. Odiaba lo de fregar. Odiaba mi trabajo. Odiaba mi vida. ¡Cielos, qué asco me daba todo!

Pero al menos ya no tendría problemas con las mates. O eso pensaba. Qué inocente. Mientras el ayudante de cocina nos contaba su última receta para que no se pusieran duros los anillos de calamar (una mierda me importaba a mí eso, ya veis..., pero mi compañera y yo fingíamos que nos entretenía, y hasta soltábamos alguna risita de cuando en cuando), "si se ponen muchos juntos, lo mejor es ir inclinando la sartén, pero así, haciendo vueltas...". "Ah, sí, qué risa, jaja...", decíamos nosotras. ¡Venga, bah, tres pitos les importaban a los clientes que se pegaran o no! ¡Aquellos pseudo-pensionistas - como nosotros llamábamos a los prejubilados - comían cualquier cosa que se les pusiera por delante! Más preocupados estaban en mirarnos el escote con aquella ridícula camiseta que nos hacían poner como uniforme, que en la calidad de la apestosa comida que se servía allí! Lo único que querían era que fuera barata, y si lo era, como si les poníamos tornillos en el plato.

Pero Fredy - que su nombre no os engañe, era el aprendiz/chico de los recados/metomentodo, pero con los dedos más largos cuando veía una falda que mejor estar lejos de él y no darle mucho la espalda -, que pasaba de las lecciones de los cocineros, llegó corriendo desde la zona de los clientes y todo emocionado me dijo:

- ¡Ahí fuera hay una tía buenísima preguntando por ti! ¡Me la tienes que presentar!

¿Una tía buenísima? Hice memoria. Y no tenía que hacer mucha memoria, porque tías buenísimas no conocía ninguna. Bueno, dentro del concepto de "buena" que tenía Fredy, claro, que para él solo estaban buenas las tías super-retocadas que veía en las páginas guarras.

Salí, y, ¡madre mía! ¡Casi me da un síncope! Me fui hacia mi compañera de la barra, Elena, y le susurré:

- ¡Es mi profesora de mates, tía!

- ¿Qué? ¿Esa es "la bruja"?

Pues sí, era "la bruja". Y venía acompañada con una chiquilla pelirroja, que no debía pasar de los veinte años.

- ¡Atiéndela tú, porfi! - Le supliqué.

- ¡De eso nada! ¡Si abandono la barra Nacho me mata! ¡Además, te busca a ti! ¡Venga, ve! Tan malo no será.

Tragué saliba, y me fui hacia ella. Esperaba que no se pusiera a darme una lección de mates allí mismo. Creo que notó mi palidez cuando, al acercarme, traté de decirle:

- No pude ir... No pude ir estos días a clase por...

Alzó la mano, para que parase. Parecía una general. ¡Buf! ¡Qué marrón!

- ¿Pero quién te ha preguntado nada sobre por qué no has ido a clase? - ¡Tierra, trágame!, pensé -. Hemos venido a pasar un rato. Por cierto, ella es Rita, ha ganado el Campeonato de Matemáticas regional los tres últimos años.

Fingí sonreírle a la pelirroja pecosa. Vaya, otro cerebrito, que bien. Dos gilipollas de matemáticas, mierda de matemáticas, ¡a la mierda todo!

En fin, hice de tripas corazón, saqué la libretilla para anotar la comanda - el agarrado de Nacho no nos quería poner comandas electrónicas - y les pregunté qué iban a tomar.

- Pon dos refrescos, por favor - dijo Alicia, o más bien me ordenó, como si fuera mi condenada jefa (como si no tuviera bastante con Nacho, no te fastidia) -, y también dos de aquellos... Pinchos - miró hacia Rita - ¿...De queso?

La cerebrito meneó la cabeza afirmativamente hacia Alicia, sonriente. ¿Qué pasa, tan lista era, y no sabía hablar?

- ¡Ah! ¡Y tráenos la cuenta! Pagamos ya. - Añadió la bruja.

- Sí, señorita. - Dije, en tono servicial, aunque quizá se me notó demasiado sarcástico. Daba igual, pensaba ponerles el pincho más frío y asqueroso de los que hubiera. Bueno, eso no era difícil, todos eran bien asquerosos, los hacía bien de mañana el ayudante de cocina - que decía ser ayudante, que había aprendido en no se qué sitio, pero apenas sabía freír un huevo - mientras se rascaba el culo, y allí se quedaban durante todo el día hasta que algún pringado como aquellas dos, iban y lo pedían.

Y la cuenta, decía... Pensaba cobrarles por dos pinchos como si se los hubieran hecho el mismísimo chef de la Michelin esa. Qué se creían las listillas de las matemáticas aquellas, ahora estaban en mi terreno.

Regresé, les dejé las bebidas y los pinchos, y le dije a la bruja, con mi sonrisa más estúpida que pude conseguir:

- Ahora les traigo la cuenta.

- Gracias. - Me respondió.

Los vejestorios que andaban por allí miraban a la matemática como si fuera Miss Universo. Supongo que en sus casas les esperaba un esperpento de mujer. Pero iban arreglados como tuviesen que soportar a aquella profesora de armas tomar...

Me fui a la TPV, "pincho de tortilla, 2,30 euros". "Pincho de queso, 1,90 euros". Toma ya, puse de tortilla. Total, en el recibo no se especificaba de qué era el pincho, así Nacho, mi jefe "el agarrao", gastaba menos tinta. Solo ponía escrito: "Pincho". Y - decía -, eso supone menos rollo de papel a sustituir. Miraba por todo el pirao.

Regresé con el platillo. 6,40 euros "la merendola", toma ya. Se lo puse ante ellas, y como la bruja rebuscaba en su bolso, esperé. Al menos me daría propina, vamos, digo yo. Me puso diez euros en el platillo. Vaya.

- ... Y cuarenta céntimos, para que hagas la cuenta cuadrada -. Ya me estaba dejando "cuadrada" a mí, ya empezaba a liarme. Pero encima me remató -. ¡Ah! Y quédate el 15 por ciento de propina.

¿Qué mierda es el quince por ciento de...? ¿Cuánto es diez con cuarenta menos seis con cuarenta? ¡Vale, que sí, que sé hacer una resta, pero aquellas dos me miraban como si fuera un mono de feria! ¡Payasas! ¡Me daban ganas de sacarles la lengua! Pero la estúpida de mí dije, cogiendo el platillo:

- Eh... Vale...

Regresé a la barra:

- Elena, ¿me ayudas?

- ¿A qué? - Me respondió a su vez. Buf, allí estaba el motero que la volvía loca, como el Nacho se enterase de que le daba cervezas gratis se iba a enterar.

- A esto... Un cambio - el motero sonreía ante ella, haciéndole carantoñas, y ella como si fuera el único tipejo con pelo en el pecho del mundo.

- Estoy ocupada, Flor... ¿No sabes dar cambio?

Sí, ocupada... Ya te daré yo a ti ocupada. Bueno, de vuelta con la bruja y los cuatro euros, ¡alehop!

- Tome.

Las dos cerebritos me miraron como si esperasen que la mona se pusiera a bailar. Así que tuve que añadir:

- Esto... No importa la propina.

- ¿No quieres el quince por ciento?

- Sube al cincuenta por ciento. - Me facilitó Rita, guiñándome un ojo. ¿Qué era aquello? ¿Un concurso de popularidad? ¿Mi amiga de toda la vida? ¡Si no la conocía de nada! ¿Se supone que tendría que saber cuanto era el cincuenta por ciento de cuatro euros?

- ¿No sabes cuánto es el cincuenta por ciento? - Me preguntó Alicia. ¡Oh, vaya, lo descubrió!

- No, es que...

- ¿Es que trabajas gratis? - Y miró alrededor del cuchitril - ¿Te motiva estar aquí gratis? Quién lo diría...

¿Qué veniste, a insultarme al trabajo, bruja?

- Es que... Tengo trabajo.

- Ponme otro pincho para llevar. Y de ese cincuenta por ciento sobrante, lo descuentas de él y me dices cuánto te debo para añadirlo.

¿¡Qué, qué, queeeeee!? ¡La cabeza me iba a explotar!

- Son matemáticas básicas, Flor. ¿Cómo puedes andar así por la vida?

- ¡Vale, que no sé una mierda! - Grité. Y todos me miraron. Fredy me miró desde la cocina. Hasta el machote del motero abusón me miró desde la barra. Me senté a la mesa de Alicia. La profesora cogió dos euros del platillo, y me los dio:

- Cincuenta por ciento.

Los cogí. Y a punto de llorar, dije:

- ¿Por qué has venido aquí? Yo no soy... - Señalé a Rita -. Yo no soy "esta"...

Alicia alzó las cejas hacia la veinteañera y ésta sonrió. Luego, me cogió la mano. ¿Ahora quién se creía que era? ¿Mi madre?

- Rita es una superdotada, tú no, eso ya lo sé. Lo único que quiero es que puedas llevarte ese 15 por ciento en propinas. Un 15 por ciento cada día puede suponer del 35 al 45 por ciento de los gastos de tu alquiler. Eso quiere decir que, con el 55 por ciento de lo que pagas ahora, podrías vivir en el mismo sitio. ¿Lo ves, Flor? ¡Y ese dinero lo podrás ahorrar para tus caprichos! Las matemáticas no son tus enemigas. Son tus aliadas. Solo tienes que darles una oportunidad.

- ¡Les he dado miles de oportunidades, Alicia! - Exclamé, hundida.

- No. Solo les has dado hasta ahora miles de excusas, Flor. Excusas para librarte de ellas, excusas para esquivarlas, excusas para que no se te descubriera... Excusas y mil excusas. Ya va siendo hora de que las excusas las conviertas en oportunidades, ¿no crees?

Me sentía apabullada:

- ¿Pero por qué a mí? Seguro que hay miles de chicas que estarían contentísimas de que usted les prestara tanta dedicación.

Alicia me apretó la mano:

- ¿Por qué a ti? ¿Quieres saberlo? Pues porque la mayoría de los que acuden a clases en tu instituto, son chicas y chicos que lo hacen porque sus padres les obligan, para quitarse la asignatura de encima, porque no tienen otra cosa que hacer y les mandan ir a entretenerse allí, o a que estén recogidos en algún lugar. Tú sin embargo, trabajas, no te sobra el tiempo, y si vas a clase, es porque quieres darte una futuro. Y yo eso lo aprecio, y lo valoro. Por eso quiero ayudarte.

- Entonces...

Se pusieron en pie las dos, y Alicia me dijo:

- Entonces espero verte mañana en clase.

Y salieron tal como habían venido. Y ahora, la ración de queso rancio y asqueroso, ¿quién iba a comérselo? Yo no, desde luego.



****




Por fin se acababa la jornada, y Nacho, que había llegado "a pasar revista", bajó la persiana del local. Pero para Elena y "su" motero la noche aún era joven, por lo que parecía. Porque me preguntó:

- ¿Te vienes con nosotros?

- Vamos con unos amigos - dijo él -, lo pasaremos "chupi".

"Chupi", qué rara sonaba esa cursi palabra en quel hombretón vestido de cuero y de chinchetas.

- No. - Respondí.

- ¿Estás cansada? - Insistió Elena.

- Tengo que estudiar mates. - Pensaba hacerlo antes de dormirme, como si fuera mi nuevo libro de cabecera. Esperaba no soñar con multiplicaciones.

- Pero... ¿No ibas a dejar los estudios? - Insistió la chica del bar. ¿O "esa del moño" te ha convencido?

- Me lo he pensado mejor. - Dije, y comencé a caminar hacia mi casa, abrochándome la chaqueta para protegerme del frío de la noche. Quería salir del tugurio aquel, y si el pasaporte me lo iban a dar las matemáticas, lo cogería. No sería peor que rascar grasa pegada de cocinas todo el día, rompiéndome las uñas. Y sabía que, si había alguien que podía ayudarme a conseguirlo, se encontraba con una melena recogida en un moño tras la mesa de una clase, y no tras la barra de un bar de mala muerte.


FIN